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Para hacer posible la sinodalidad ¿vino nuevo en odres viejos?

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Personalmente creo que insistir en lo que ya existe (o existe débilmente) para favorecer desde allí el cambio sinodal, es echar el vino nuevo en odres viejos y ya el evangelio nos alerta de lo que sucede: “los odres viejos revientan, el vino se derrama y los odres se echan a perder; el vino nuevo se ha de echar en odres nuevos y así ambos se conservan” (Mt 9, 17).

El proceso sinodal continúa su camino, aunque la mayoría del pueblode Dios no se siente involucrado. Ya se reunió una comisión deteólogos y teólogas (siempre menos mujeres, como ocurre en todoslos ámbitos de decisión de la iglesia) para elaborar un primer esquemadel Instrumentum Laboris de la próxima asamblea sinodal. Segúnanunció la secretaría del sínodo, este documento fue enviado asetenta personas (que no están participando del sínodo) para quehagan aportes. De todas maneras, este proceso por la magnitud queencierra -toda la iglesia universal- resulta muy difícil divulgarlo comose requeriría y, mucho más, involucrar al “pueblo de Dios”, ese pueblo“de a pie”, que solo va a la celebración eucarística o que solomantiene algunas devociones pero que está inmerso en la vida diariacon todo lo que tiene de dificultad, avances y retrocesos, muy distantede lo que la iglesia institucional vive y de las estructuras organizativasen las que se mueve.

Fuera de las instancias cercanas al sínodo, están otras estructuras eclesiales de diferentes continentes que organizan encuentros de especialistas para reflexionar sobre el sínodo y, en la medida de lo posible, mandar algún aporte a la secretaría del sínodo. He participado recientemente de uno, pero la mayoría de las propuestas que se hacían, me pareció que iban en la línea de “echar vino nuevo en odres viejos”. De ahí, está reflexión. Por una parte, se insistió mucho en promover los consejos pastorales que deberían existir en todas las diócesis. Según algunas investigaciones que se hicieron, dichos consejos funcionan poco o, aunque tengan ese nombre, mantienen la preeminencia del clero y escasa participación laical. Por supuesto en algunos lugares funcionan mejor y, entonces, se afirma que allí hay experiencias sinodales.

Sin embargo, personalmente creo que insistir en lo que ya existe (o existe débilmente) para favorecer desde allí el cambio sinodal, es echar el vino nuevo en odres viejos y ya el evangelio nos alerta de lo que sucede: “los odres viejos revientan, el vino se derrama y los odres se echan a perder; el vino nuevo se ha de echar en odres nuevos y así ambos se conservan” (Mt 9, 17).

En realidad, pretender vivir la sinodalidad es aventurarse a una experiencia muy distinta de la forma como la iglesia se ha constituido hasta ahora. Literalmente es vivir la “pirámide invertida”, como lo dijo el papa Francisco, desde el inicio de su pontificado, porque supone la conversión del clero a un ministerio que no es de poder sino de servicio -y por eso no teme ponerse a la escucha de la comunidad a la que sirve- y de un laicado que asume su dignidad bautismal y la vive con toda responsabilidad, sin pedirle permiso al clero para hacer o decir alguna acción eclesial. La sinodalidad exige una “conversión” y, esta, es mucho más que “un barniz superficial” (como decía la Evangelli Nuntiandi de Pablo VI), en la que, por ejemplo, un consejo pastoral se abre a incorporar más laicos, se reúne más o plantea más cosas. La conversión implica buscar nuevas estructuras, nuevos procesos, nuevos acontecimientos. Pero, definitivamente, la iglesia institución, no está dispuesta a ello y está intentando maquillar lo que ya existe para afirmar que eso es sinodalidad.

Otra de las temáticas abordadas en el encuentro teológico en el que participé fue la de los ministerios ordenados y, por supuesto, el ministerio ordenado para las mujeres. Las fundamentaciones bíblicas, patrísticas, teológicas, pastorales, etc., son evidentes para exigirlos y hacerlos realidad. Pero no falta la “prudencia” teológica para hacer llamados a la mesura, a trabajar con “más cuidado” las fuentes porque tal vez “no son históricas” -como si para otros temas no hubiera la misma provisionalidad en todo lo que se refiere a los orígenes cristianos-. En este tema también la Iglesia institución está empeñada en acallarlo, en “domesticarlo” con la típica frase de que las mujeres realizan muchas tareas en la Iglesia y sin ella casi que la iglesia no existiría, por lo tanto, no es necesario pedir mucho más (valga decir que para muchas mujeres esto es suficiente). Es difícil hacer una verdadera apuesta por una experiencia ministerial que reconozca la participación del laicado y, por supuesto, de las mujeres, y se configuren comunidades eclesiales sinodales donde todos los ministerios sean para el servicio, pero sin detrimento de unos por la preeminencia de otros.

Otro aspecto a comentar, en lo que respecta al sínodo, es sobre las diez comisiones de estudio, convocadas por Francisco para estudiar algunos de los temas que han salido en las consultas de estos dos años, cuyos resultados serán entregados el próximo año. ¿Alguien recordará dentro de un año qué se estaba estudiando y a qué conclusiones se llegó? Por poner un ejemplo, Francisco convocó una “segunda” comisión para el estudio del diaconado femenino y no se sabe qué pasó con ella. Ahora habrá una “tercera” -dentro de esas diez comisiones-, con el agravante que Francisco ya dijo que con él no podemos esperar que exista un diaconado femenino como ministerio “ordenado”. ¿Tienen sentido estas comisiones? ¿podremos esperar algo de ellas? No parece que haya mucha esperanza al respecto.

Definitivamente la sinodalidad es otra cosa distinta a “maquillar” lo que existe. Supone conversión eclesial, ministerial, sacramental, litúrgica, procedimental, social, etc. Y esto es más que las “mesas redondas” que vimos en la primera asamblea sinodal de 2023 -aunque eso ya es un símbolo poderoso, pero no suficiente- o la “conversación en el espíritu”, como método, que algunos alaban tanto pero que también otros han mostrado su insuficiencia para producir una reforma eclesial.

La sinodalidad supone que estemos dispuestos a movernos de nuestros propios lugares. A reconocer que, hasta ahora, la iglesia ha vivido demasiado poco la experiencia sinodal y que necesitamos estrenarla, propiciarla, buscar caminos, métodos y medios para hacerla realidad. Mientras sigamos hablando tanto de sinodalidad sin empeñarnos en propiciar “odres nuevos” para el “vino nuevo” del Espíritu, habrá muchas reuniones, muchas reflexiones, muchos encuentros, pero no habrá cambiado nada de tanto que es urgente que cambie.

Artículo publicado en la revista Amerindia en la red

Por: Olga Consuelo Vélez

Por: Centro Gumilla
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