Gumilla, el misionero

 

Llegar le vieron indios y maizales,

el río poderoso, los callados bohíos, la luz parda,

el moriche de espaldas florecidas

y el que lleva en las alas una orilla de noche.

Venía de las tierras del Júcar, de las huertas

doradas, donde nace el día.

Llega en silencio, grave, con luz mediterránea.

 

Avanza en la selva y oye al Inírida

bordar con musgo y ala su luz de Paraíso.

Por él, los cafetales enrojecen la voz del Cuchivero,

y aguas adentro el arrozal ordena sus brigadas de espigas.

El Caura, cosido de raudales terrosos,

Flor de maquiritares agonías, también miró su huella,

y el Capanaparo que en febrero sus médanos prolongan,

y el Paragua, donde la piedra pudo hallar un cielo,

y el Cunaviche, nómada, que hunde el pecho entre garzas.

 

José Gumilla anduvo sembrando pueblos como sueños.

Los sálivas le dijeron por qué enflaquece la luna;

los Achaguas le recordaron la serpiente que se pudrió en la playa

cuando de sus anillos arenosos nacieron los caribes;

los otomacos, su ascendencia de las piedras y de los árboles

y por qué ante el Orinoco el cielo renuncia al horizonte.

 

El vio junto a las rudas hogueras a los indios

llorar a sus caciques difuntos, y oyó cuando los cuerpos

gemían en su trémula dentadura de llamas.

Miró como en un rito a los guerreros aspirar las cenizas,

y en noches de tiniebla agrietada conjurar al viento

porque el viento conoce el rostro de la muerte.

 

Hojeando a su manera la Biblia del yaruro, la epopeya

de los piaroas impasibles y los mapoyes andariagos,

viendo al río, pausado, ahogar las islas,

donde un pie de frescura, por verano, levanta las cosechas,

ante el vaho sin tiempo de la selva y el agua,

que inicia un meridiano de la raíz hasta la hoja,

hunde en el Orinoco su palabra, y le ofrenda su vida,

tallada en aspereza, reciedumbre, pergamino y plegaria.

Tomado de Canto Solar a Venezuela

Por José Antonio de Armas Chitty