Nuestro país está gravemente perturbado por la polarización política y necesita procesarla. Este ensayo pretende ayudar a hacerlo. Para eso trata de analizarla en toda su complejidad, en sus diversos actores y a lo largo del tiempo.
Nuestro país está gravemente perturbado por la polarización política y necesita procesarla. Este ensayo pretende ayudar a hacerlo. Para eso trata de analizarla en toda su complejidad, en sus diversos actores y a lo largo del tiempo. Propone que lo político coloniza indebidamente los demás ámbitos de la realidad y que las personas polarizadas se empequeñecen, pierden libertad y se deshumanizan. Desde esas consideraciones ensaya una propuesta despolarizadora. Luego hace ver las raíces cristianas de la despolarización, tanto lo que significa el amor a los enemigos como el que el mesianismo de Jesús sea el asuntivo del Siervo y no el davídico. Hace ver que, siguiendo a Jesús, la misión cristiana es de mediación.
Presentado en el 3er Encuentro de Constructores de Paz
CONCEPTO DE POLARIZACIÓN Y MODO DE PROCEDER
Nos referimos a la que se ejerce en nuestro país en el área política, aunque sus raíces estén profusamente regadas en otras áreas de la realidad. Entendemos por polarización un ejercicio de poder despótico que excluye al que tiene otra opción. Es despótico porque pretende imponerse y excluye la deliberación. La polarización es un modo de situarse ante el conflicto que impide procesarlo porque, al descalificar las demás opciones, al negarles legitimidad, se niega a los demás ciudadanos, a los otros, a los que no son de los míos.

Para que haya polarización no basta con que los bandos se descalifiquen mutuamente a través de una retórica altamente pasional; es también indispensable que se practique la exclusión en el ámbito de las decisiones políticas, de manera que se coarten objetivamente los derechos de los ciudadanos, ya que se da la equivalencia tendencial entre ciudadano y de mi bando. Es más, habría que decir que difícilmente se llega a la descalificación y menos aún se persiste en ella, si no existe la exclusión política, que afecta a derechos ciudadanos.
El ejercicio altamente asimétrico del poder y por eso radicalmente injusto, lleva en los de arriba a un desconocimiento y un desprecio de los de abajo y, correlativamente, tiende a inducir en los de abajo un resentimiento por el desconocimiento en que los tienen los de arriba. Como se ve, no hay simetría. El desconocimiento de los de abajo por parte de los de arriba se da siempre. La excepción acontece cuando quien pertenece a los de arriba pone acciones estructurales para corregir esa injusticia. Los de abajo se ven afectados siempre por esa situación injusta de desconocimiento; pero no todos, ni mucho menos, se dejan influir por ella. El que tiene densidad personal, posee libertad para no situarse reactivamente sino respetarse a sí mismo, respetar a los demás y luchar con respeto por ser respetado.
Aclarado de qué estamos hablando, vamos a proceder a través de cuatro pasos: primero haremos un análisis genético-estructural de la situación, seguidamente estudiaremos el fenómeno de la colonización de otras áreas de la realidad por parte de la política partidista; después nos referiremos al efecto de la polarización en las personas; y, finalmente, haremos el discernimiento cristiano de este fenómeno.
Queremos notar de entrada que, aunque la tematización de lo cristiano en el discernimiento no ocurrirá hasta el paso final, el discernimiento está obrando desde el comienzo. En efecto, no hay ningún análisis meramente objetivo, desligado de todo presupuesto, como no hay posibilidad de elaborar ciencias humanas sin aceptar presupuestos no probados científicamente. La elección de esos presupuestos, es ya una toma de posición ante la realidad, que no se puede justificar sino, hasta cierto punto, por sus efectos.
En concreto, una lectura genético-estructural de nuestra realidad, se lleva a cabo desde una ubicación concreta en ella y desde un compromiso específico con ella. No hay neutralidad posible. En todo caso, si hay buena fe, habrá que respetar los hechos y habrá que hacer el esfuerzo por interpretarlos de manera que se dé cuenta de todas las variables a disposición y que no se contradiga nada que esté comprobado. Pero, aun tomando en cuenta con toda sinceridad estos aspectos, todavía hay posibilidades diversas de interpretarlos, no sólo complementarias sino, a veces, contradictorias.
Es cierto que desde la ubicación en la base social y el compromiso con todos desde el compromiso con las mayorías empobrecidas, unos acontecimientos destacan más que otros y se los ve más significativos; y lo mismo desde la ubicación polar en la cúspide social, entre lo que ellos dirían las clases productivas. De entrada decimos que para nosotros la encarnación kenótica, es decir, el compromiso con la realidad desde abajo, es la perspectiva específicamente cristiana.
DENSIDAD HISTÓRICA DE LA POLARIZACIÓN Y SUS CAUSAS; LAS ALTERNACIAS DEL PROCESO Y EL ESTADO ACTUAL
Ante todo tenemos que tratar de comprender el fenómeno de la polarización y de asumirlo como un dato de la realidad, ya que no hay posibilidad de trasformación superadora si no se asume la situación en la que estamos y si no se la asume como punto de partida, es decir, no como un hecho cerrado, consumado, sino como el punto adonde hemos llegado y del que tenemos que encargarnos para desmarcarnos de él, si lo juzgamos deshumanizador, trasformándolo superadoramente.
Lo primero que salta a la vista es que el discurso de Chávez es polarizador, lo mismo que su esquema de gobierno. Desde esa percepción, irrecusable, la primera pregunta es si no había polarización antes de Chávez, es decir, si fue él el que la creó. Esta pregunta es fundamental para comprender el fenómeno y para situarnos ante él haciéndole justicia, porque es totalmente distinto el tratamiento de ese fenómeno, si Chávez es la única fuente de polarización, que si hay otras fuentes anteriores a él.
Hay que reconocer que la polarización existía de hecho antes de llegar Chávez a la escena política, pero no era concienciada y actuada, al menos por ambas partes: los de abajo estaban, casi en su totalidad, resignados; los de arriba, en cambio, sí estaban actuando agresivamente sus privilegios en desmedro de los demás. En ese momento se daba polarización política, recubierta por una práctica a fondo de antipolítica y por la prédica sistemática de que había que pasar de la política porque era sucia. De ese modo, obraban ellos a la sombra, sin deliberación y sin contendores.
La raíz de la polarización es la república señorial, que dura hasta mediados del siglo pasado. Los de arriba se tenían a sí mismos como los que eran: los que sabían, valían, tenían y podían, y por eso los justamente reconocidos, los que poseían todos los poderes y relegaban a los demás a la condición de subalternos o, como decía Bolívar, de ciudadanos pasivos. Lo más grave es que, como Bolívar, lo hacían como si esa situación fuera expresión de la realidad: es que habían naturalizado la situación de privilegio que ellos habían instaurado violentamente, convirtiéndola en desigualdad natural y encubriendo así la opresión.
Esta naturalización de los privilegios se vio atacada virulentamente por los liberales y ese ataque feroz puede ser personificado en Antonio Leocadio Guzmán. Mediante discursos, artículos de prensa y pasquines incendiarios, caló profundamente en un sector del pueblo. Pero su efecto fue limitado, porque como se vio, sólo era una táctica para llegar a compartir el poder con los de siempre.
En el proceso de modernización democrática de los años sesenta y setenta del siglo pasado, se abrió realmente la participación en el poder a las clases populares y, más específicamente, a todas las etnias, con lo que se superaba el prejuicio seudocientífico positivista de la superioridad de la “raza blanca”. Los cauces no fueron sólo el sufragio universal y secreto, que hay que valorar como una conquista histórica, sino, más todavía, la capacitación para el trabajo, la educación y la salud a la altura del tiempo y una cultura de masas personalizadora. Pero la condición para ingresar en los puestos de poder e influencia era la adquisición de la cultura occidental moderna, ya que, si se habían llegado a relativizar las etnias, se seguía absolutizando la cultura occidental, identificándola con los bienes civilizatorios.
Sin embargo, en las décadas finales del siglo pasado, el proceso se estancó y entró en reflujo. El año 1979 comenzó a bajar el pode adquisitivo de la cesta popular; en febrero de 1983 (el “viernes negro”) comenzó a flotar y en seguida a bajar vertiginosamente, el bolívar. Como hubo retracción económica porque la política de sustitución de importaciones había tocado techo, porque empezaba a perfilarse la globalización con la apertura universal de los mercados, y, en el fondo, porque la renta petrolera no daba ya para toda la población, que en dos décadas se había duplicado, los de arriba se las arreglaron para que todo el peso de la crisis recayera sobre los de abajo. Es decir, que el siglo terminó con una polarización real, no sólo económica sino política y cultural. Los de abajo no sólo eran explotados sino, más todavía, excluidos. Realmente que en ese esquema no tenían ya nada que hacer. Fueron los de arriba los que hicieron, o, más bien, rehicieron, que es más grave, la polarización. Y, lo que es más triste, tomaron ese camino infecundo por su incapacidad o su falta de motivación para reestructurar las empresas para hacerlas competitivas.
El candidato Chávez se proclamó el abanderado de los excluidos y lo primero que hizo fue encontrarse con ellos y hablarles en su terreno y en su cultura. Entrar en su mundo, en su casa, en su cultura, era algo que no había hecho antes nadie. En la década de los sesenta (y antes sistemáticamente Rómulo Betancourt) los políticos habían ido, obviamente, a los campos y a los barrios; pero entendiendo que iban a las márgenes de la cultura (de la única cultura, que era para ellos la cultura occidental moderna), al atraso, sin culpa, ciertamente, de los que lo sufrían por exclusión de las élites. En el mejor de los casos iban, ciertamente, a proponerles una alianza, pero en los parámetros del político, es decir, desconociendo al pueblo como sujeto cultural. Chávez fue el primero que los reconoció como seres culturales. Ellos se sintieron realmente reconocidos y renació en ellos la esperanza. En verdad se movilizaron, se hicieron visibles y fueron adquiriendo poder.
Ese poder llenó de angustia a la mayoría de los de arriba, que no fueron capaces de ver la justicia y fecundidad de las demandas que proponía Chávez, y su capacidad excepcional de interlocución y la oportunidad de su estilo en esta coyuntura histórica. Y reaccionaron con un tremendo resentimiento y con una pérdida tan grande del sentido de realidad que despreciaron a Chávez y a lo que él representaba. No fueron capaces de reconocer que eran ellos los que habían causado ese marasmo que había llevado al país a un callejón sin salida. Por eso, al no aceptar su responsabilidad, no vieron que lo que pedía la coyuntura histórica era la instauración de una nueva correlación de fuerzas más equilibrada, basada en el reconocimiento de todos a todos como seres humanos y específicamente como seres culturales distintos entre sí, y en el respeto mutuo. La no aceptación llegó hasta la huelga general y el golpe de Estado, frustrado no sólo por el ejército sino también por el pueblo.
Chávez, por su parte, tampoco comprendió que la solución no era dar la vuelta a la tortilla, que nada se adelantaba con ir al otro extremo; no comprendió que el polo contrario no era superador, que había que llegar a lo contradictorio, que en este caso significaba que había que darles un puesto también a los de arriba, pero ya no arriba, ya no con dominio despótico; de manera que todos sumáramos y nos compusiéramos. No visualizó una alternativa en la que cupieran también los dueños del capital, pero sin la pretendida hegemonía de antaño.
Progresivamente también en él fue ganando espacio el resentimiento hacia los de arriba, hacia la oligarquía, como la moteja anacrónicamente. En sus actos de gobierno y en sus palabras atizó la polarización convirtiéndola sistemáticamente en política de Estado. Desde los liberales de la primera mitad del siglo XIX y desde la agitación marxista de los sesenta y parte de los setenta del siglo pasado, el fue el primero en utilizar la polarización y concretamente la estigmatización de los contrarios, no sólo como arma política, como habían hecho ellos, sino como política de Estado.
Creo que es objetivo decir que la mayoría de la gente popular no le sigue en este punto. No acepta la denigración sistemática de los ricos ni el despojo de sus pertenencias. Esto puede ser visto como una aceptación acrítica de la ideología dominante; pero creemos que más profundamente es instinto certero de que no puede seguirse el sistema de exclusión de antaño y que hay que hacer con los demás, no como ellos hacen con nosotros sino como queremos que lo hagan.
Sin embargo, la mayoría de las clases altas y medias sí vive la polarización y considera a los de abajo como sus enemigos que, en cuanto se pueda, hay que mantener a raya para que no lleguen a igualarse. Ellos no conciben una sociedad que tienda libre y dinámicamente a la justicia y al equilibrio dinámico, hacia una igualación por el centro; se resignan o positivamente se complacen en la dirección dominante de esta figura histórica globalizada en la que cada vez hay más ricos más ricos y más pobres más pobres.
LA POLARIZACIÓN ES CONSECUENCIA DE LA COLONIZACIÓN INDEBIDA DE OTRAS ÁREAS DE LA REALIDAD POR PARTE DE LA POLÍTICA PARTIDISTA
Para cuestionar esta situación de polarización hay que aclararse sobre cuál es el puesto de lo político partidista en la trama de la realidad, hasta qué nivel de realidad entra y qué aspectos de la realidad son más básicos que él y no deberían estar contaminados por lo que es más superficial, sino, al contrario, modularlo.
Si la familia, la comunidad de cualquier clase, la convivialidad vecinal y de compañeros de trabajo, la empresa y la cooperativa y multitud de asociaciones tienen más densidad y ciertamente tienen que tener autonomía respecto de lo político partidista ¿es sensato que se polaricen políticamente? ¿No se opera una trascendentalización indebida de lo político y, consiguientemente, una reducción de la lógica y densidad de las otras realidades? ¿Es sensato, por ejemplo, que en una familia no puedan convivir intensamente personas con opciones políticas distintas? El modelo de una convivencia armónica se dio en la democracia; un ejemplo es la familia Herrera Campins en la que dos hermanos eran senadores, uno por Copei (que llegó a la presidencia) y otro por Acción Democrática.
La pregunta de fondo es si la carga actual de la posición política, tan desmesurada, no obedece a la trasferencia del peso de realidad de otras esferas y si esa trasferencia es legítima y sensata. Dicho de otro modo, la política partidista ¿puede dar todo lo que promete? Tomar el poder político, en el sentido preciso de la Presidencia de la República y, a través de él, de las instituciones del Estado ¿es realmente tomar el poder real?
Creemos que ésa fue, ciertamente, la ilusión del marxismo-leninismo, que impregnó a la izquierda latinoamericana y ciertamente a la venezolana. Una ilusión de la que ya ha despertado el mundo, puesto que el socialismo real no fue derrotado por nadie sino que implosionó por su inviabilidad, como lo está haciendo en estos días, hasta ahora controlada y muy dolorosamente, Cuba; pero que pervive aún en algunos nostálgicos que tratan de imponerla, anacrónica y trágicamente, al resto.
Porque la tarea del poder político ¿no es, meramente o nada menos, potenciar todo lo que se mueve en el país que sea componible entre sí y que vaya en la dirección de mayor justicia y dinamicidad? Lo propio del poder político ¿no es contar con los demás poderes y direccionarlos, hasta cierta medida, según la dirección que quiere la mayoría? ¿No es ésa su gloria y su limitación?
Con el poder político mal usado se pueden impedir muchas cosas, se pueden incluso paralizar las instituciones, pero ¿se pueden trasformar superadoramente las relaciones económicas y sociales, las relaciones interpersonales y, sobre todo, a las personas? De la acción del Estado, copado por el gobierno ¿podrá salir, como se pretendió ilusamente, el “hombre nuevo”? Si el sujeto determinante, incluso tendencialmente el único, es el Estado ¿se puede lograr algo positivo, una verdadera superación? ¿Se puede arribar a un mayor igualitarismo, una igualdad de oportunidades, una capacitación de los que cuentan con menores oportunidades y una mayor colaboración entre todos?
Para lograr esas metas trascendentes ¿no se requiere potenciar a todos los sujetos colectivos y personales que existen en el país, contribuyendo a que se elijan según las exigencias del bien común? ¿No es indispensable que caminan juntas libertad y justicia?
Además, el poder político partidista ¿puede acaparar al Estado? ¿No es el Estado mucho más denso que el Ejecutivo? En cuanto el Estado se distingue del gobierno ¿no debe estar controlado más por la ciudadanía que por el gobierno?
Si pasamos del punto de vista de las instituciones al de las personas ¿es sensato que los ciudadanos se definan por su color político? ¿El partido tiene tanta densidad y trascendencia que puede definir a una persona? Parece obvio que esa reducción empobrece tremendamente porque no hace justicia a la realidad humana, que es muchísimo más que un animal político y que incluso la condición de político supera ampliamente a la de afiliado o simpatizante de un partido.
La lucha política enciende grandes pasiones, difícilmente racionalizables. Sin duda que en ello interviene la conciencia de la trascendencia de lo que se debate y lo que afecta a las personas lo que está en juego.
La hipótesis que sustento es que esas pasiones son tanto más incontrolables cuando la lucha es más opaca. Mientras se atiene a la realidad y se ventilan problemas y propuestas concretas, predomina el uso de la razón y lo pasional viene modulado, hasta cierto punto, por el peso de las cuestiones y los argumentos. Cuando lo que se discute no se puede objetivar, entonces es cuando el déficit de argumentos es sustituido por la intensidad emotiva. Un educador de adultos le decía a un educando muy pasional cuando se excitaba demasiado: baja el tono y sube el argumento. Creo que eso es lo que pasa: cuando no se dispone de argumentos convincentes, se echa mano de la coartada emocional.
Desde este punto de vista habría que reconocer que la polarización evidencia un estado de subdesarrollo humano. Quien se deja afectar por el emisor de polarización y, sobre todo, quien se deja influir por el tono de su discurso, se está dejando sugestionar por un encantamiento y no por un razonamiento, y está siendo arrastrado por una pasión, y no está decidiendo razonablemente. Si dejamos establecido que la política es el terreno de propuestas concretas de bien común y más todavía la gestión de dichas propuestas, lo que hay que discutir respecto de alguien que está en el poder es su gestión y respecto del pretendiente, lo que propone concretamente para mejorar las propuestas y la gestión del gobierno actual. Lo demás es distractivo y, si se usa profusamente, es indicio cierto de que se quiere ocultar una deficiencia estructural.
PROPUESTA DESPOLARIZADORA
Así pues, si es cierto que un partido que ha acaparado al Estado y que pretende acaparar a la sociedad no puede dar lo que ofrece y, por el contrario, está violentando las estructuras e instituciones y a las personas, alguien que sea simpatizante de él o incluso milite en él, no puede, sin embargo, aceptar esas pretensiones porque son ilusorias, y por tanto tiene que reducir su militancia o simpatía a los límites reales de lo que puede dar de sí un partido y reconocer la subjetualidad de los diversos niveles de la realidad con sus instituciones y su relativa autonomía, sin más límite que el bien común.
Por el otro lado, quien adverse al partido en el poder y a su política, no puede desconocer que llegó al poder y se mantiene en él porque el acaparamiento del Estado y de la escena nacional por parte de los de arriba, no sólo era radicalmente injusto sino más aún, infecundo y había llevado al país a un estado de inviabilidad. Así pues, la oposición, si quiere ser justa y sensata, no puede aceptar ni siquiera implícitamente la situación de las últimas décadas del siglo pasado sino que tiene que plantearse públicamente como una alternativa superadora de la polarización objetiva, del secuestro del país, por parte de los de arriba, y del secuestro actual por parte del Estado, reducido al Ejecutivo.
Este reconocimiento por parte de cada bando de sus propios límites, relativiza las posiciones polarizadas y, por tanto, las despolariza y así posibilita el reconocimiento mutuo, aun como contendientes, y de este modo posibilita que se coloque en el centro al país concreto, con todos sus problemas y potencialidades, con todos los sujetos que hacemos vida en él, sin desechar a nadie y reconociendo a todos en su condición humana, que incluye la cultural.
Este reconocimiento del país concreto incluye también el reconocimiento de que en cualquier hipótesis debe ser superada la exclusión de los de abajo, que se daba como un hecho macizo en las últimas décadas del siglo pasado, y, no menos, el reconocimiento polar de que tiene que superarse la exclusión actual de todos los que no sigan los dictados del Ejecutivo, tanto personas como instituciones, incluidas las personas y asociaciones populares que sólo son incluidas como colaboradoras del gobierno.
La trasformación superadora tiene que hacerse de parte y parte: ambas partes tienen que dejar de hacer violencia: la violencia de los de arriba y la violencia del Estado, dos violencias injustas, despiadadas e infecundas. Y el objetivo es llegar a una situación inédita, no la restauración de la pasada ni el afianzamiento maquillado de la actual. Una situación sin violencia institucional, con la violencia, normal en cualquier sociedad humana, de los abusos, que van siendo corregidos por el ejercicio del estado de derecho, con la contraloría de las instituciones y la sociedad.
RECONOCIMIENTO PERSONAL DEL MAL QUE ACARREA LA POLARIZACIÓN
No transitaremos hacia la despolarización hasta que no nos hagamos cargo de lo que nos ciega y empequeñece, de la medida tan enorme en que hipoteca nuestra libertad y del grado tan profundo en que nos deshumaniza. Nos ciega porque al absolutizar nuestro reducto, no vemos a los otros desde lo que ellos son sino desde cómo afecta su actuar a nuestra causa. Nos empequeñece porque nuestra causa es inmensamente menor que la realidad y al no medirnos con ella, nos reducimos miserablemente. Hipoteca nuestra libertad porque nos vemos obligados a aplaudir todo lo nuestro, incluso a defender lo malo y a descalificar todo lo de los otros, incluso lo bueno. Nos deshumaniza porque el no reconocimiento de los otros, de los distintos, incluidos los adversarios y los tenidos como no valiosos, nos impide llegar a ser seres humanos cualitativos.
Para avanzar en la despolarización es necesario sentir en el alma esos efectos tan negativos, porque sólo si cada persona siente que no puede seguir así, estará dispuesta a pagar el precio que exige desmarcarse de ese mecanismo compulsivo y pasar a otro horizonte. Esto es así porque los ambientes polarizados son profundamente coactivos y represivos. Sólo aceptan intercambiarse en su código; y lo que no cuadre con él, se califica como contemporización con el enemigo, como ablandamiento suicida y a la larga como traición. Por eso, como el costo es muy elevado, se necesita un impulso interior muy profundo, una determinación muy firme, para cambiar decididamente de código, de horizonte, de percepción, de modo de valorar y de relacionarse.
Gracias a Dios, no todo está polarizado en nuestro país, ni mucho menos; y por eso siempre se pueden encontrar personas e incluso ambientes en los que uno pueda expresarse con libertad y matización, analíticamente, de modo fundamentalmente asertivo, sin tener que estar siempre juzgando situaciones y menos aún personas, sin la compulsión a aplaudir y descalificar constantemente, colocándose perceptivamente, abriéndose lo más posible a toda la realidad y particularmente a todas las personas, buscando construir alternativas superadoras y no justificar lo de mi bando.
EL CRISTIANO ANTE LA POLARIZACIÓN
Lo primero que queremos expresar es que lo que llevamos dicho es ciertamente un análisis secular, no un discurso religioso. Pero no es ajeno al cristianismo, porque el cristianismo es holístico, tiene que ver con toda la existencia. No se reduce a una religión, aunque tiene un aspecto religioso. Por eso nuestra pretensión es que lo dicho hasta ahora ha sido concebido desde el espíritu cristiano. Lo que haremos ahora será tematizar cristianamente, es decir, refiriéndolo a las fuentes cristianas, el asunto de la polarización que estamos tratando.
Dios no es de un bando ni Jesús tampoco: quieren el bien de todos y quieren que también nosotros lo queramos al punto de querer, incluso, el bien de los enemigos
El punto de partida cristiano para superar la polarización es que nuestro Dios, el Dios de Jesús, no se caracteriza por el poder absoluto y justo, es decir por su capacidad y determinación de imponer su justicia, como si fuera un soberano absoluto, sino que consiste sólo en amar, porque en él sólo hay amor infinito (1Jn 4,8). Nos ha creado por amor (mejor, nos crea constantemente por su relación de amor) y quiere de modo incondicional nuestro bien. No quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva. No quiere la muerte de nadie (Ez 18,23.32); es el amigo de la vida (Sab 11,26).
El pasaje evangélico que nos da la clave de la misión de Jesús y de su modo de relacionarse, es el bautismo (Mc 1,9-11). El bautismo de Juan era de penitencia porque él pensaba que muy pronto vendría el juicio definitivo de Dios. Jesús acude a ser bautizado. ¿Qué hace Jesús en la fila de los penitentes, si no conoció pecado (Jn 8,16; Hbr 4,15)? Cuando le tocó el turno ¿cómo pudo confesar sus pecados, si no los tenía? Los confesó con más dolor que nadie, con más dolor que todos juntos y los confesó en primera persona. Los pudo confesar en primera persona de plural porque anchó tanto su corazón que en él cupimos todos.
En la confesión de los pecados, en la que aflora la ultimidad de la persona, se definió no como yo sino como nosotros: no como un individuo sino como nuestro Hermano, el Hermano universal. Al definirse como Hermano, sentía nuestros pecados dentro de sí y por eso le dolieron terriblemente: porque contradecían su condición primigenia de Hijo de Dios. Si alguien ve el mal desde fuera, le da rabia; pero, si lo ve desde dentro, le da dolor.
Dios aceptó la petición de perdón de su Hijo y por eso dice el evangelio que el cielo se abrió. Vino sobre él el Espíritu, manifestando que su unción mesiánica no era la davídica: liberar al pueblo imponiéndose sobre el opresor; sino el mesianismo asuntivo del Siervo: cargando con nosotros y nuestros pecados. Nadie tiene el corazón tan grande que quepan todos en él; el Espíritu anchó el de Jesús para que cupiéramos todos. La voz del que no tiene rostro lo proclamó su Hijo: el que, por ser tal, había hecho lo que él quería, y, por eso, el elegido para historizar lo que había realizado intencionalmente.
Ya Dios en Jesús nos ha dicho que sí: nos ha aceptado incondicionalmente. Con eso sólo no estamos salvados porque la salvación tiene la forma de la alianza y para que la haya se necesitan dos sís. Por Dios no queda, falta que demos nosotros el nuestro. Aunque el sí de Dios en Jesús propicia, potencia y sostiene nuestro sí. Por eso todos podemos decirle que sí.
Si Dios nos ha aceptado incondicionalmente, decirle que sí entraña aceptar del mismo modo a los hermanos, que son todos aquellos que Jesús tiene en su corazón, es decir, todos los seres humanos. Podemos tener enemigos, pero también tenemos que amarlos, es decir, procurar su bien, pedir a Dios por ellos y bendecirlos, querer que acierten (Lc 6,27-28.35).
Si queremos ser hijos de nuestro Padre del cielo, tenemos que amar a los enemigos porque él hace salir su sol sobre buenos y malos y manda su lluvia sobre justos y pecadores. Él ama gratuitamente; su amor no es la recompensa a quien le es fiel o se porta bien. Ama porque es bueno: incondicionalmente. Por eso Jesús acoge a las personas y las perdona sin preguntarles si se arrepienten y están dispuestas a cambiar de vida. Acogió a la pecadora, siéndolo, y por eso ella, viéndose acogida, le entregó su amor y cambió (Lc 7,36-50). Perdonó al paralítico, que no tenía fe, viendo la fe de sus amigos, y él, viéndose perdonado tan gratuitamente se sintió liberado y estuvo dispuesto a tomar su camilla, como Jesús le había pedido, y marcharse a su casa (Mc 2,5-12). No condenó a la mujer sorprendida en adulterio, y ella se fue con un inmenso alivio, con un agradecimiento infinito y con la determinación de no pecar jamás (Jn 8,2-11). Sembró en el corazón del paralítico que había pasado casi toda su vida postrado y sin esperanza la confianza en él y por eso estuvo dispuesto a tomar la camilla y caminar cuando se lo pidió Jesús, que, al encontrarlo después en el templo, sólo le dijo que no pecara más para que no le sucediera algo peor, no ciertamente como castigo de Dios sino como consecuencia de su pecado (Jn 5,1-9.14).
Para alguien que quiera seguir a Jesús y vivir como hijo de Dios en el Hijo, esto significa que no hay nadie que deba ser rechazado absolutamente; más aún, que todos deben ser afirmados absolutamente como personas, aunque sus actuaciones en la esfera económica, en la política o social, parezcan repudiables, por su incapacidad para lograr los objetivos de su puesto o función; por el modo de su gestión, que reduce a los demás a meros destinatarios sin dar participación ni ayudar a que crezcan; por su sectarismo, que priva injustamente a una parte de la ciudadanía de aquello a que tiene derecho; o por su carácter opresor y excluyente.
Si para un cristiano nadie puede ser rechazado, la condena de actuaciones no debe llegar nunca a la condena de personas y además la condena nunca puede ser lo último; deben proponerse en todo caso alternativas superadoras en las que las acciones resulten más idóneas y fecundas y las personas tengan otra oportunidad y puedan rehabilitarse.
Como se ve, este horizonte cristiano excluye la polarización, que consiste en la absolutización de las posiciones políticas y económicas y, por tanto, en la exclusión de los otros. El cristiano admite las diferencias, incluso las propicia, ya que en su Dios existe eternamente la diferencia interna y por eso para él no es ningún ideal la homogeneidad; pero relativizándolas y midiéndolas por el bien común, que es absoluto.
En concreto, para referirnos a los dos polos de la polarización: no es hijo de Dios quien no admite como hermanos suyos a los de abajo, poniendo su vida en buscar su bien; y no lo es tampoco quien no ama a quienes considera como sus enemigos políticos, tratándolos como hermanos enemigos y buscando, por tanto, su bien.
El mesianismo del Siervo excluye la política; por tanto ella no es sagrada sino que queda confinada al terreno de lo útil y debe ser controlada por la ciudadanía
A esta relativización de lo político contribuye también lo que dijimos sobre el mesianismo de Jesús manifestado en el bautismo: que no es el davídico sino el asuntivo del Siervo (Is 53,5). Por eso el Bautista señala a sus discípulos a Jesús como el Cordero de Dios que quita el pecado-del-mundo (Jn 1,29); lo quita cargándolo. Así interpreta Mateo su ministerio: “él tomó nuestras flaquezas y cargó nuestras enfermedades” (8,17; cf. 12,15-21).
Si su mesianismo hubiera sido el davídico (como pensaban sus discípulos), el reino de Dios se realizaría por un gobierno justísimo y fecundísimo: el reino de los santos del Altísimo que no pasará jamás (Dn 7,27). Pero Jesús rechazó expresamente la política al insistir en que la diferencia entre su realeza y las del mundo consistía en que él no tenía fuerzas armadas porque no puede imponerse sobre nadie a la fuerza y porque no acepta súbditos sino sólo seguidores voluntarios (Jn 18,36-37). Por eso rechaza el uso de la violencia (Mt 26,51-52) y envía a sus discípulos como él había vivido: como ovejas en medio de lobos (Lc 10,3), una imagen enormemente elocuente, incluso patética, pero absolutamente ajustada a su vida y expresiva de lo que fue su destino. Él no se impone sobre nadie. Esto queda absolutamente excluido, no sólo ahora sino definitivamente. Jesús no juzga: sólo salva (Jn 3,17;12,47). Ahora bien, el que no quiera entrar por esa puerta, él mismo se condena. Pero no Dios ni Jesús.
Si la política no es sagrada ni pertenece a lo definitivo, porque la política, al menos secundariamente, como último recurso, no puede renunciar a la coacción, queda despojada de su peso numinoso y se mide sólo por su utilidad: por potenciar a los ciudadanos y a sus instituciones en el marco del bien común. Y en ese sentido debe ser altísimamente apreciada y es una vocación cristiana, ya que forma parte de su diakonía, de su servicio al mundo, que es su talante fundamental en seguimiento de Jesús (Mc 10,35-45).
Lo absoluto son los ciudadanos y sus relaciones; todos los ciudadanos, no sólo los partidarios del gobernante. Los que gobiernan son únicamente mandatarios de los ciudadanos, tienen un poder meramente delegado, son para los ciudadanos; no, de ningún modo, los ciudadanos para ellos. Éste es el sentido de servir, contrapuesto por Jesús al talante de los que gobiernan.
Si los gobernantes son para los ciudadanos, no son tampoco, de ningún modo, servidores de los poderes económicos. Los poderes económicos tampoco son sagrados, aunque se presenten como tal. Por dos veces insisten las cartas deuteropaulinas en que el amor al dinero es una idolatría, cosa que no se dice de ningún otro vicio (Col 3,5;Ef 5,5) y en el mismo sentido Jesús sentencia que no se puede servir a Dios y al dinero (Lc 16,13). El respaldo de la ciudadanía debe darles el apoyo necesario para que no caigan en manos de esos poderes fácticos y, más todavía, para que no se alien con ellos.
Al contrario del poder del dinero, el mesianismo asuntivo asume la situación, a las personas y los asuntos, desde dentro, no colocándose como un poder contrapuesto al de la sociedad, y desde abajo, no entre los que mantienen por arriba la sociedad asimétrica sino desde los excluidos por ellos.
Ni desde fuera ni naturalizando nuestra particularidad
Ante esta situación polarizada los cristianos tienen que evitar dos peligros polares: El primero es el de verse como no polarizados, como inmunes a ese contagio, a esas pasiones, y pretender que miran la situación como desde fuera, es decir, desde arriba, como si tuvieran que salvar a los otros, no, también y en primer lugar, a sí mismos. Frente a esta pretensión farisaica, tenemos que reconocer que somos ciudadanos como los demás, que cada quien tiene su modo peculiar de ver la situación y más todavía, intereses particulares, aunque sean muy legítimos. Sin reconocer esa insuprimible particularidad y sin relativizarla por un amor servicial mayor a los demás, al conjunto de los conciudadanos, privilegiando a los pobres y no excluyendo a los tenidos como pecadores públicos, sobre todo, los explotadores, en nuestro caso, en primer lugar, los financistas, no podemos plantearnos actuar como cristianos.
Hay que decir que sólo reconociéndonos como pacientes pastorales, como personas necesitadas de rehabilitación, podremos amar a los demás, no sólo a los necesitados sino a los enemigos, superando la tentación ilustrada de servir a los demás desde arriba, como un apostolado altruista, como la mejor de las posibilidades de quien ha alcanzado un desarrollo humano superior y no quiere usufructuarlo como ventaja sobre los demás sino como responsabilidad para con ellos. Nunca dejamos atrás la necesidad de ser salvados. Por eso amamos a los enemigos desde la tentación de serlo también de ellos, de obrar reactivamente, de situarnos en el otro polo. Esta conciencia de que “somos personas de labios impuros que habitamos en un pueblo de labios impuros” (Is 6,5), tal como lo expresó patéticamente Isaías al ver al Señor, teniendo conciencia de que era indigno de esa gracia que se le concedía, es la que nos permite relacionarnos con los enemigos sabiéndonos enemigos de Dios, reconciliados gratuitamente por su Hijo. Ésa es la postura adecuada para una relación realmente fraterna.
El segundo peligro es el de resignarnos a nuestra situación particular o, peor aún, vivir nuestra particularidad como si fuera la objetividad pura y pretender obrar desde ella, como si esa fura la perspectiva adecuada, naturalizando una perspectiva particular y sacralizándola implícitamente. Es la consecuencia de lo que acabamos de decir: quien cree que ha llegado al punto adecuado para ver la realidad tal cual es y, sobre todo, quien cree que su actuación es la que corresponde, no sólo no puede salir de sí sino que intenta de buena fe que todos los demás vengan a donde él está y se sumen a su postura y a su acción. Con esto no estamos diciendo que todas las posturas y actuaciones sean iguales y que no haya unas más adecuadas que otras. Lo que estamos diciendo es que en el mejor de los casos “en la casa de mi Padre hay muchas moradas” (Jn 14,2), es decir, aunque estemos en lo cierto, lo nuestro no puede pasar nunca de ser una de las aportaciones de algo que es muchísimo más amplio. Eso, en la mejor de las hipótesis, porque lo más frecuente es que lo bueno esté mezclado con aspectos que no lo son, que son ambivalentes o positivamente extraviados.
De este modo, viviendo con buena conciencia desde nuestra particularidad, nos negamos a actuar la gracia, que nos concede el Dios de Jesús, de salir de nosotros mismos, de ir más allá de nuestra particularidad, de no querer mal a nadie sino buscar el bien de todos, incluidos los enemigos e incluso la gracia de mediar desde dentro, ya que Jesús a quien seguimos es el mediador. Vamos a explanar este punto.
El cristiano como mediador
Si Jesús se define como el mediador entre Dios y los seres humanos y entre los mismos seres humanos, los seguidores suyos no podemos definirnos sino como mediadores, en el sentido preciso de partícipes de la mediación de Jesús con su mismo Espíritu. Por eso no somos mediadores desde fuera sino desde dentro, como ciudadanos, más aún, como hermanos, que es más básico todavía.
Pero la diferencia de Jesús, que no vivió en una democracia (y además vivió entregado a su misión, que lo obligó a separarse incluso de su familia y de su oficio), es que tenemos la obligación de asumir nuestra condición de ciudadanos y por tanto la obligación de tener una opción política, aunque no necesariamente partidista. Así pues, no es una mediación imparcial.
En estas condiciones, sólo será posible mediar, si hemos relativizado realmente nuestra opción política y esa relativización es trasparente para los demás, tanto para los correligionarios como para los adversarios. Relativización significa que lo absoluto para nosotros no es que triunfe nuestra opción, aunque la apoyemos, sino el bien de todos, incluyendo muy expresamente a los otros, entre los que están, en primer lugar, los adversarios. Sólo si queda patente esta dedicación, más densa que la dimensión política, es posible la mediación. Por eso el grueso de los que la ejercen no tienen que tener cargos en ningún partido, e, incluso, en su abrumadora mayoría, no deben militar en partidos, aunque secundariamente pueden hacer buenos oficios personas de partido, pero connotadas por todos por esa condición de no “partidizados”, de no gente del aparato ni restringidos a su militancia.
Si no se tienden puentes, si no se traspasan fronteras, convertidas no raramente en muros, no hay posibilidad de superar la polarización. Pero para traspasar y poner en contacto se precisan figuras que superen claramente los estereotipos polarizados, personas que aparecen ante todos con peso propio y abiertas, es decir, no como una tercera postura que puede entrar en liza con las otras dos polarizadas sino como personas que pueden ser percibidas como que comprenden lo mejor de cada bando y son capaces de sostenerlo y conjugarlo en otra figura inédita, que además desecha lo inaceptable de cada una. De algún modo esas personas tienen que encarnar ya en ciernes lo más valioso de cada bando. Cada bando debe poder reconocerlo así. Pero también debe aparecer la novedad, es decir el precio a pagar: lo que cada grupo tiene que desechar. Figuras así tienden a despertar sospechas en ambos bandos, una cierta desconfianza respecto de a qué bando juegan, porque, no lo olvidemos, los bandos piensan sólo en facciones. Se necesita mucho arte, mucha paciencia, en el fondo, mucho amor para soportar airosamente esa postura tan incómoda.
Lo dicho vale para mediar expresamente; pero esta actitud de fondo también es indispensable para un cristiano que lo quiera ser congruentemente y que milite en un partido e incluso tenga cargos en él. Debe entregarse con toda pasión, pero sin absolutizarlo sino buscando ante todo el bien del país y más concretamente de las personas. Esto, hay que reconocerlo, es muy difícil; pero irrenunciable, para un cristiano que lo quiera ser, y muy liberador.
Pedro Trigo sj